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sábado, 10 de junio de 2017

'Paula': la mujer que maduró más

Un nuevo largometraje narra la vida de la artista Paula Modersohn-Becker la primera mujer que se pintó así misma desnuda y embarazada. Ilustra sus pinturas y sus aventuras, desde la incursión en la comunidad de Worpswede hasta su muerte, después de volver al redil familiar. Está disponible en salas de cine colombianas desde el 25 de mayo.

La película es un homenaje a una pintora radical durante el auge del expresionismo en Europa.


Europa a final del siglo XIX era muy vieja pero también estaba muy joven. La dama anquilosada paría desde sus huesos una revolución. Y el arte la reflejaba. El andamiaje de la perspectiva colapsaba. Los caballos de los monumentos corrían azules y sin jinetes. El cuerpo perdía los corsets y las polainas. La carne se deshacía en pinceladas impresionistas que cambiaban los sólidos músculos académicos por un leve soplo de luz. Los rostros devenían colores empastados expresionistas y las facciones construidas por siglos de normas canónicas se desdibujaban. El mundo caía adolorido y de ello se hacía una fiesta.

El viejo continente estaba tan cansado y urbanizado que se había inventado el campo en la francesa Barbizon con Corot o en la alemana Worpswede con Fritz Mackensen. Allí, a esta comunidad utópica, llegaron algunos personajes extraviados. En un ambiente de culto al genio varonil, se inmiscuyeron también algunas doncellas con rizos e inquietudes. Entre otras, atrajo a Clara Westhoff con su cincel. Y, por supuesto, Paula Becker con su pincel. Conocería allí al pintor Otto Modersohn, quien le daría su apellido, una casa y la ficción de una vida distinta. Otra perla se uniría al collar: el volcánico poeta Rainer María Rilke, quien vino a relatarlos a todos y a enamorarse de sus mujeres. Se casaría con Clara, y se haría amigo de la pareja Modersohn-Becker.

Paula Modersohn-Becker. Foto: wikicommons. 

La producción cinematográfica Paula del director alemán Christian Schwochow nos relata su aventura, desde la incursión en la comunidad de Worpswede hasta su muerte, después de volver al redil familiar. Tiene, entonces el mérito de devolvernos a una artista olvidada y finalmente, rescatada. En parte, por la búsqueda reciente de nombres femeninos para hilar al relato canónico del arte, que no problematiza, sin embargo, los formatos gastados que éste puede tener. Por ejemplo, su manía por los héroes.

Paula es de esos personajes románticos y malditos que la industria del entretenimiento adora: independiente, apasionada, desacomodada con su papel de esposa y madrasta, obsesionada con el arte y menos con la cocina. Una mujer que abandonó a sus conservadores maestros paisajistas, dejó a su marido, vivió su sexualidad. También se colgó el caballete al hombro y se lanzó a la bohemia de París. Se inmiscuyó en la Academia Colarossi, bebió de las esquirlas del realismo destruido por los constructivistas volúmenes de Cézanne, los colores salvajes de Gaugin, las esenciales líneas japonesas. Paula se alimentó de todo ello, pero sobre todo, como dice Whitney Chadwick, cambió el subtexto de sexualización de los modelos femeninos en su pintura. Aunque repitió motivos de Gaugin, por ejemplo, ya no lo haría desde la perspectiva vertical, viril, controladora y racializada del artista blanco occidental. La suya, en cambio, es la de una mujer que mira y descubre a otras mujeres, horizontalmente, en silencio, con calidez, respeto y genuina curiosidad por su entorno. Ese convertirse en un sujeto femenino con mirada propia, vendría a ser una revolución todavía más profunda, que la de los expresionistas frente a la tradición mimética.

Sin embargo, la película no se interesa por los grandes conflictos que se mueven detrás de estas anécdotas, por las tensiones y filigranas de estas violentas rupturas. Tampoco usa herramientas cinematográficas para llevarnos a través de sus meandros. La posición del director, al contrario, es panorámica y formalista, acudiendo a luces doradas, encuadres académicos, a un tiempo lineal, una narración plana y exterior, y a fríos planos generales donde ningún personaje crece más allá de su maquillaje. París es una ciudad demasiado limpia e iluminada. Rilke, aquel que le escribió a Paula el profundo Requiem por una amiga, es un maniquí excéntrico y descalzo; Clara, una chica que lloriquea, y Paula, una mujer nerviosa y despeinada.

Fotograma de la película.

Se echa de menos precisamente un planteamiento que asuma el vértigo de la época, sus debates, la multiplicidad de sus voces, la iconoclastia de la artista. Todo se limita a enfocarse en un individuo trágico porque sí, una especie de Van Gogh con faldas, sin desarrollar al personaje vibrante que fue en un momento histórico igual de complejo. No aparece aquí ni su problema existencial ni plástico. La emergencia del expresionismo se resume en la recreación de algunas pinturas y la insistencia en su falta de realismo. “¿Ves así el mundo?”, le pregunta ingenuamente un personaje, como si la artista hubiera nacido genéticamente con otros ojos y no se tratara de una mirada que precisamente estaba construyendo penosamente la época.

Paula finaliza con la actriz mostrando frontalmente algunos de sus cuadros. Es eso lo que en últimas hace la película: exhibir una galería de pinturas sin ofrecer claves nuevas. Historia rentable, comercial, con toda la corrección que, sin duda, no tuvo Paula, la primera mujer que se pintó así misma desnuda y embarazada. Esa que según Rilke, aunque murió “de parto” a sus apenas 31 años, “maduró más que las otras mujeres”.

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